sábado, 15 de diciembre de 2012

Del sufrimiento a la paz

Hacia una liberación interior
Ignacio Larrañaga

“Con las piedras que encuentres en el camino sé delicado y llévatelas. Y si no las puedes cargar a hombros como hermanas, al menos, déjalas atrás como amigas.” Anónimo

Al caminar por los viejos senderos del hombre, he quedado sorprendido, más aún, asombrado, al comprobar cómo sufren las gentes día y noche, jóvenes y adultos, ricos y pobres.

Me duele el corazón. Llevo años buscando y enseñando (¿cómo llamarlo, terapias?) para sacar a hombres y mujeres de los pozos profundos en los que están sumergidos. He recorrido tiempo y distancias buscando recetas para enseñar al hombre a enjugar lágrimas, extraer espinas, ahuyentar sombras, liberarse de las agonías y, en fin, llevar a cada puerta un vaso de alegría. ¿Cabe oficio más urgente sobre el planeta?

¡Sufrir a manos llenas, he aquí el misterio de la existencia humana! Sufrimiento que, por cierto, nadie ha deseado, ni invocado, ni convocado, pero que está ahí, como una sombra maldita, a nuestro lado. ¿Cuándo se ausentará? Cuando el hombre mismo se ausente; sólo entonces. ¿Qué hacer con él mientras tanto? ¿ Cómo eliminarlo o, al menos, mitigarlo? ¿Cómo sublimarlo? ¿Cómo transformarlo en amigo o, al menos, en hermano? He aquí el problema fundamental de la Humanidad.

Comenzando por la casa
Se dice: "mientras haya a mi lado quien sufra, yo no tengo derecho a pensar en mi felicidad." Estas palabras suenan muy bien, pero son falaces. Tienen una apariencia de verdad; pero, en el fondo, son erróneas. A la primera observación del misterio humano, saltarán a nuestros ojos una serie de evidencias como éstas: los amados aman. Sólo los amados aman. Los amados no pueden dejar de amar. Sólo los libres liberan, y los libres liberan siempre. Un pedagogo modelo de madurez y estabilidad hace de sus discípulos seres estables y maduros, y esto sin necesidad de muchas palabras. Lo mismo sucede con los padres respecto de sus hijos. Y, por el contrario, un pedagogo inseguro e inhibido, aunque tenga todos los pergaminos doctorales, acaba envolviendo a sus discípulos en un halo de inseguridad. Los que sufren hacen sufrir. Los fracasados necesitan molestar y lanzar sus dardos contra los que triunfan. Los resentidos inundan de resentimiento su entorno vital. Sólo se sienten felices cuando pueden constatar que todo anda mal, que todos fracasaron. El fracaso de los demás es un alivio para sus propios fracasos; y se compensan de sus frustraciones alegrándose de los fracasos ajenos y esparciendo a los cuatro vientos noticias negativas, muchas veces tergiversadas y siempre magnificadas. Una persona frustrada es verdaderamente temible. Los sembradores de conflictos, en la familia o en el trabajo, siendo perpetuamente espina y fuego para los demás, lo son porque están en eterno conflicto consigo mismos. No aceptan a nadie porque no se aceptan a sí mismos. Siembran divisiones y odio a su alrededor porque se odian a si mismos.

Es tiempo perdido y pura utopía el preocuparse por hacer felices a los demás si nosotros mismos no lo somos; si nuestra trastienda está llena de escombros, llamas y agonía. Hay que comenzar, pues, por uno mismo. Sólo haremos felices a los demás en la medida en que nosotros lo seamos. La única manera de amar realmente al prójimo es reconciliándonos con nosotros mismos, aceptándonos y amándonos serenamente. No debe olvidarse que el ideal bíblico se sintetiza en “amar al prójimo como a sí mismo”. La medida es, pues, uno mismo; y cronológicamente es uno mismo antes que el prójimo. Ya constituye un altísimo ideal el llegar a preocuparse por el otro tanto como uno se preocupa por si mismo. Hay que comenzar, pues, por uno mismo.

Al respecto, no faltarán quienes arguyan alegremente: eso es egoísmo. Afirmar esto, sin mayores matizaciones, no deja de ser una superficialidad. Evidentemente, no estamos propiciando un hedonismo egocéntrico y cerrado. Si así fuera, estaríamos frente a un enorme equívoco, que podría resultarnos una trampa mortal.

Efectivamente, buscarse a sí mismo, sin otro objetivo que el de ser feliz, equivaldría a encerrarse en el estrecho círculo de un seno materno. Si alguien busca exclusiva y desordenadamente su propia felicidad, haciendo de ella la finalidad última de su existencia, está fatalmente destinado a la muerte, como Narciso; y muerte significa soledad, esterilidad, vacío, tristeza.

En sus últimas instancias, el egoísmo avanza siempre acompañado e iluminado por resplandores trágicos; egoísmo es igual a muerte, es decir, el egoísmo acaba siempre en vacío y desolación.

Estamos hablando, pues, de otra cosa. En este libro nos proponemos dejar al hombre en tales condiciones que sea verdaderamente capaz de amar; y sólo lo será —volvemos a repetirlo— en la medida en que él mismo sea feliz.

Y ser feliz quiere decir, concretamente, sufrir menos. En la medida en que se secan las fuentes de sufrimiento, el corazón comienza a llenarse de gozo y libertad. Y sentirse vivo ya constituye, sin más, una pequeña embriaguez; pero el sufrimiento acaba bloqueando esa embriaguez.

Después de todo, no queda otra disyuntiva sino ésta: agonizar o vivir. El sufrimiento hace agonizar al hombre. Eliminando el sufrimiento, el ser humano, automáticamente recomienza a vivir, a gozar de aquella dicha que llamamos vida. En la medida en que el hombre consigue arrancar las raíces de las penas y dolores, sube el termómetro de la embriaguez y del gozo vital. Vivir, sin más, ya es ser feliz.

Si conseguimos que la gente viva, la fuerza expansiva de ese gozo vital lanzará al hombre hacia sus semejantes con esplendores de primavera y compromisos concretos.

Vámonos, pues, lenta pero firmemente tras esa antorcha. En el camino salvaremos los escollos uno por uno, y caerán las escamas. Y, desde la noche, irá emergiendo palmo a palmo una figura hecha de claridad y alegría: el hombre nuevo que buscamos, reconciliado con el sufrimiento, hermanado con el dolor, peregrino hacia la libertad y el amor.

Tu lugar en el mundo


Nadie en el mundo va a darte 
tu lugar si tú no lo ocupas primero.
Al que elige con firmeza su papel,
nadie le dicta el libreto
ni le señala cuando debe entrar o salir;
sólo tú eres el director, guionista
y protagonista de tu historia.

No importa tanto en realidad 
si eres un actor secundario
en la obra de otros;
lo esencial es que seas
el actor principal en la tuya,
y también el redactor de tu libreto.
Es irrelevante el tiempo asignado a tu papel,
siempre será el necesario
para tu participación;
pero cuida de no equivocarte de escenario:
el tuyo es aquél
en el que se juega tu suerte.
No la de otro,
por apasionantes que puedan parecer
los libretos ajenos.

Esto tiene que ver
con la elección consciente
de tu libertad en todos los niveles,
que te llevará siempre a negarte
a la aceptación de ese papel
que muchos asumen para descansar de
sus obligaciones: que es el de víctima.

Indaga profundamente en tu interior
cuál es tu sino, cuáles son tus talentos,
cuáles los lenguajes con los que ansías expresarte, 
y luego actúa.

No te limites a una sola forma de expresión,
emprende la aventura
de descubrir de cuántos modos
puedes llegar a los demás con tu mensaje.

Cada conducta es una forma de manifestación;
no te limites al desempeño
de un único papel en tu vida.

Cambia, amplía tu experiencia,
pruébate en cosas nuevas,
ensaya algo distinto en tu casa,
en tu trabajo, en tus pasatiempos,
en la forma de vincularte con los demás,
en el modo de amar a los que amas.

No permitas que el miedo, los prejuicios,
la moda, la rutina o la presión de los demás,
aplaquen esa potencia creadora
que habita en tu interior.

Exprésate y no te justifiques,
no expliques, no argumentes.

Actúa, porque por cada uno
que critica en voz alta,
existen diez hermanos silenciosos
que crecen con tu ejemplo
y a quienes tu coraje impulsa
a buscar en sí mismos
la fuerza que te anima.

Existe una verdad en ti,
debe ser revelada y transformada en acción.
Esa verdad se refiere a tu esencia
y a las características peculiares
que te identifican.

Emilia Agnes Pradas Rizo

No puedo y nunca podré


Hoy quiero comenzar la columna compartiendo con vosotros un cuento. El cuento es de uno de los grandes maestros que he tenido la suerte de conocer a lo largo de mi vida. Dicen que los cuentos duermen a los niños y despiertan a los adultos. Hay cuentos que nos ayudan a pensar, a entender la vida, y creo que el de hoy es uno de ellos.

“Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de ellos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales… Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas. Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.

El misterio sigue pareciéndome evidente. ¿Qué lo sujeta entonces? ¿Por qué no huye?

Pregunté por el misterio del elefante a cuantos adultos encontré. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?

No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo olvidé el misterio del elefante. Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había encontrado la respuesta: El elefante del circo no se escapa porque ha estado atado a una estaca desde que era muy, muy pequeño. Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él. Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día, y al otro… Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.”

Ahora piensa por un momento cuántas estacas te atan desde hace tiempo y a lo mejor ni siquiera recuerdas su existencia.

Coach Personal y ejecutiva
www.con-fluir.com

Directora Coordinadora del Programa Máster en Coaching Personal y Ejecutivo (UCJC) Experta en PNL Máster en Coaching (Uni. Anthony Robbins) Coach Personal y Ejecutivo y Socia fundadora de Con-fluir