martes, 30 de septiembre de 2014

Durar no es vivir

Hace dos años, en el vestíbulo de la estación L´Enfant Plaza del metro de la ciudad de Washington, a muy temprana hora de la mañana, un hombre de vaqueros y camiseta desenfundó su violín, colocó su sombrero en el suelo para recibir los donativos y comenzó a tocar.

Permaneció por un espacio de cuarenta y cinco minutos interpretando seis piezas de Bach. En ese lapso, pasaron por el lugar más de mil personas, de las cuales, siete se detuvieron a escucharlo por unos minutos y veintisiete le dejaron algo de dinero (concretamente, treinta y dos dólares). Todo lo anterior no tendría nada de extraño, si quien estuviera tocando fuera un músico callejero cualquiera, pero se trataba de Joshua Bell, uno de los violinistas más afamados del mundo y a quien se lo considera un superdotado. El violín con el que tocaba era un Stradivarius de su propiedad valorado en tres millones de euros (sonido inigualable) y la música que interpretó fue magistral. El periodista que ideó este experimento social y luego escribió un artículo al respecto, fue galardonado por este trabajo con el Pulitzer en el año 2008.

¿Qué pasó con la gente que circuló por dónde estaba Bell esa mañana? Sorprende ver el video. La gente pasaba a su lado sin detectar la belleza de aquella melodía extraordinaria, a excepción de algunos niños que repararon en el músico e intentaron quedarse pero sus madres los arrastraron rápidamente. Mientras tanto, Bach sonaba en todo se esplendor ante una audiencia sorda, inmutable y acelerada. La conclusión es triste: la vida a veces pasa de largo, acontece como si la cuestión no fuera con nosotros. Estamos físicamente presentes, pero nuestro cuerpo y nuestra capacidad de apreciación y “degustación” parecen disociados. No tenemos tiempo ni espacio para el paisaje. No sé si somos pobres de espíritu, ignorantes musicales o personas insensibles que han pedido el rumbo, pero aquel día y en aquel lugar, la gente no captó el esplendor y la gracia. Durar no es vivir. Nos mantenemos desatentos casi siempre y en una situación casi esquizofrénica entre quienes somos y quienes aparentamos ser. En lo más profundo de cada uno está latente la verdadera esencia nuestro ser que punga por salir, pero en lo superficial, en la conducta manifiesta, ocurre el automatismo y la mecanización de la mente.

Estar conectado al espíritu y a la propia sensibilidad no es una estupidez: mantenerse en contacto permanente con el propio yo es la virtud de las mentes libres. ¿Cuántas cosas realmente hacemos “conscientemente” en lo cotidiano? ¿Por qué los hechos a veces pasan de largo y ni siquiera nos tocan? ¿Acaso no estamos inmersos en el movimiento de la vida? La belleza esta a nuestro alrededor, el encanto la existencia se nos exhibe descaradamente y sin embargo nuestra capacidad de percepción está embotada o embolatada. Admiramos muchos más a un automóvil último modelo que un amanecer o el abrazo de un hijo ¿Cuándo fue que perdimos el norte? Quizás cuando le hicimos demasiado caso a las agencias de socialización o cuando nos dejamos seducir por el mercadeo de una felicidad envuelta para regalo y lista para consumir. Lo que queda claro, es que todos los días, a cada momento, a nuestro alrededor ocurren eventos de todo tipo que podrían asombrarnos y no los vemos, no los sentimos, no los procesamos. Los maestros espirituales de todo el mundo y a través de todos los tiempos han dicho una y otra vez: “¡Despierta!”, y la respuesta, tristemente, ha sido la misma: un bostezo. Insisto: en algún momento de la evolución se detuvo en nosotros el impacto de la sorpresa y por desgracia se instaló la modorra intelectual y afectiva, es decir, hubo una involución, en la cual, sobrevivir se hizo más importante que vivir… Y no nos damos cuenta.

Walter Riso