lunes, 20 de mayo de 2013

En busca de las señales

Podemos pensar que todo lo que la vida nos ofrece mañana es repetir lo que hicimos ayer y hoy. Pero si ponemos atención, nos daremos cuenta de que ningún día es igual a otro.
Cada mañana nos trae una bendición escondida, una bendición que solo sirve para este día, y que no puede ser ni guardada ni desaprovechada. Si no usamos ese milagro hoy, se perderá.
Este milagro está en los detalles de lo cotidiano; es necesario vivir sabiendo que a cada instante tenemos la salida para el problema, la manera de encontrar lo que está faltando, la pista adecuada para la decisión que precisamos tomar para modificar todo nuestro futuro.
Pero ¿cómo tener el coraje para eso? A mi entender, Dios habla con nosotros a través de señales. Es un lenguaje individual, que requiere fe y disciplina para ser totalmente absorbido.
San Agustín, por ejemplo, fue convertido de esa manera. Durante años buscó en varias corrientes filosóficas una respuesta para el sentido de la vida hasta que cierta tarde, cuando se encontraba en el jardín de su casa en Milán reflexionando sobre el fracaso de su búsqueda, escuchó una voz infantil en la calle que cantaba: “¡Ábrelo y lee! ¡Ábrelo y lee!”
A pesar de haber sido siempre gobernado por la lógica, decidió en un impulso abrir el primer libro a su alcance. Era la Biblia, y en ella leyó un fragmento de San Pablo con las respuestas que buscaba. A partir de allí la lógica de San Agustín abrió sitio para que la fe pudiese también participar, y él se transformó en uno de los mayores teólogos de la Iglesia.
Los monjes del desierto afirmaban que es necesario dejar actuar la mano de los ángeles. Para eso, de vez en cuando hacían cosas absurdas, como hablar con las flores o reír sin razón. Los alquimistas siguen las “señales de Dios”, pistas que muchas veces no tienen sentido, pero terminan llevando a algún lugar.
“El hombre moderno ha querido eliminar las inseguridades y dudas de su vida; y ha terminado por dejar a su alma muriendo de hambre; el alma se alimenta de misterios” dice el deán de la Catedral de San Francisco.
Existe un ejercicio de meditación que consiste en añadir – generalmente durante diez minutos diarios – un motivo para cada una de nuestras acciones. Un ejemplo: “yo ahora leo el diario porque quiero informarme. Yo pensé ahora en tal persona porque tal asunto que leí me llevó a esto. Yo caminé hasta la puerta porque voy a salir de casa” Y así sucesivamente.
Buda llama a esto “atención consciente”. Cuando nos vemos repitiendo la más común de las rutinas, nos damos cuenta de la riqueza que ronda nuestra vida. Comprendemos cada paso, cada actitud. Descubrimos cosas importantes y también pensamientos inútiles.
Al finalizar la semana – la disciplina es siempre fundamental – estamos más conscientes de nuestras faltas y distracciones, pero también entendemos que en ciertos momentos no había ningún motivo para actuar como actuamos y seguimos nuestro impulso, nuestra intuición; es ahí que empezamos a comprender este lenguaje silencioso que Dios usa para mostrarnos el camino acertado. Lo pueden llamar intuición, señal, instinto, coincidencia, no importa el nombre. Lo que importa es que a través de la “atención consciente” nos damos cuenta de que estamos siendo guiados muchas veces hacia la decisión adecuada. Y esto nos deja más confiantes y más fuertes.

Paulo Coelho