Nuestra memoria ha ido registrando todos los hechos de nuestra existencia, aun los inconscientes.
No hemos olvidado nada desde nuestro nacimiento, e incluso, según Jung, disponemos de una conciencia colectiva que nos dicta las aspiraciones de la humanidad entera. En cada uno de nosotros existe toda la experiencia humana.
“El hombre es una caracola donde resuenan todos los rumores del mundo” (Zundel).
El macrocosmos esta en el microcosmos.
¡Y todo ello ignorado, reprimido, inexplotado…!
Afortunadamente, disponemos de nuestras horas de sueño para beber en las fuentes primitivas, para hacer acopio de las energías fundamentales.
Conocerse a si mismo es, evidentemente, la primera condición para conocer a los demás, del mismo modo que la primera condición para amarlos es amarse uno mismo. “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Únicamente conoceremos de los demás aquello que se ha hecho vivo en nosotros. . Solo haciéndonos “porosos”, sensibles, atentos a los “rumores del
mundo” y a nuestras riquezas interiores, lograremos entrar en consonancia, en convivencia con las riquezas de los demás.
Ahora bien, el resultado habitual de una “buena educación cristiana” es una prodigiosa ignorancia de si mismo:
“¡No te escuches! ¡Olvídate de ti mismo!
¡Renuncia él ti mismo! ¡El Yo es aborrecible!”
Pero estamos atravesados de deseos, pensamientos y reacciones, y generalmente no podemos discernir si somos nosotros los que pensamos, sentimos y deseamos, o si por el contrario, son nuestra educación, nuestro ambiente o nuestros acondicionamientos los que lo hacen.
Alguien decía ante un problema: “Me gustaría saber lo que yo pienso al respecto.” Hace falta mucho tiempo para distinguir entre lo que uno piensa y lo que le han sugerido que piense.
¿Hemos nacido de dentro o hemos sido construidos, formados. desde fuera?
Hay que recuperarse, estar al acecho de las propias sensaciones, analizar los propios sentimientos, reafirmar los propios hábitos, para discernir lo autentico de lo “fabricado”.
Cada una de nuestras ideas y de nuestras palabras no tienen mas contenido verdadero que la experiencia, la andadura que hayamos hecho a su encuentro.
Hay que despertar al propio cuerpo.
El cuerpo es humilde. En cambio, el espíritu se imagina invulnerable. El cuerpo es consciente de su dependencia con respecto a la realidad, de sus limitaciones, de su condición frágil, que envejece y que es mortal. La verdad del hombre es que únicamente es libre a través de una serie de dependencias aceptadas: dependencia de su tiempo, de su lugar, de su ambiente, de su familia, etc.
El espíritu es orgulloso, porque niega sus limitaciones y pretende ignorar los “avisos” que le transmite el cuerpo y refugiarse en lo imposible.
El cuerpo es el fiel guardián de nuestra historia, el depositario de nuestros archivos personales.
El cuerpo lo ha sentido todo y no ha olvidado nada, y a quien sepa mirar con sagacidad le desvela lo que somos. Todo cuanto hemos vivido ha marcado
nuestro cuerpo, se ha incrustado en el por así decirlo. Cada sufrimiento de nuestra vida ha provocado una crispación, un bloqueo, una barrera.
El cuerpo se ha curtido contra las agresiones, ha creado una serie de obstáculos nerviosos para defenderse. Toda emoción reprimida se traduce en una contracción muscular (W. Reich). De suerte que no hay progreso ni liberación espiritual sin que también el cuerpo se transforme:
“Estás irreconocible” (incluso físicamente), te dirán los que te conocen, después de una “conversión”, y tampoco hay liberación del cuerpo sin que se produzca (o, al menos, se nos proponga) una liberación espiritual.
A veces nos vuelve a la memoria, reanimado, un simple recuerdo del pasado: el malestar físico corregido o re-concienciado recuerda el hecho que lo originó.
Pero el cuerpo entrega lentamente sus secretos.
Una contradicción requiere tiempo para sanar.
Es imposible obligar al. cuerpo a hablar.
Hay que respetar su ritmo.
Necesita “bloquearse”.
Ante el anuncio de una alegría o de una desgracia, necesitamos tiempo para alegramos o para entristecemos de verdad: el tiempo que la noticia tarda en recorrer todas las provincias de nuestro cuerpo, Y no solo la “capital”. Y esto es algo que nadie puede hacer en nuestro lugar. Es nuestra sensación la que nos ilustra, no las explicaciones o interpretaciones que puedan damos.
Hemos sido educados para vivir del espíritu, para elevamos por encima de la materia, para domar y mortificar la carne. Y, sin embargo, la primera necesidad y la primera tarea del niño consiste en construirse una imagen de su propio Cuerpo, y únicamente toma conciencia de sí en la medida en que ha logrado habitar su cuerpo.
Nosotros tenemos conciencia de existir porque sentimos nuestro organismo, su peso, sus movimientos, sus operaciones, sus señales.
La existencia se conquista; consiste en una progresiva presencia a si mismo y al mundo, pero esta presencia solo podemos experimentarla a través de nuestro cuerpo.
¡Cuantas personas ignoran que lo que determina su buen o mal humor, su estado de satisfacción o su sordo descontento con la existencia, es su tono muscular o nervioso!
Sin duda alguna, la base de nuestro comportamiento lo constituye la percepción del estado satisfactorio o insatisfactorio de nuestro cuerpo.
La reconciliación con nuestro cuerpo es una condición previa a nuestra reconciliación con la naturaleza, con los demás y con Dios.
Padecemos un “handicap” inicial, y es que todos nuestros ulteriores pasos estarán en peligro mientras no nos hayamos aliado con nuestro prójimo mas cercano: nuestro cuerpo.
Habitar el propio cuerpo, conocerlo por dentro, descubrir su presencia amistosa y servicial, coincidir con uno mismo: he ahí toda una promesa de equilibrio y de alegrías.
Louis Evely
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